A la aldea de mi madre, allá entre berrocales y mi infancia.
Salir afuera, a la noche estrellada
de aquel verano de los quince años.
Ahora, que a los casi cuarenta
me levanto con frío y me echas una manta.
Aquel verano del 89.
Entonces pensé en ti.
No lo supe hasta hace un rato,
al recibir el olor de los jazmines
que has dejado en el pingüino.(*)
No le hablé a nadie de ti.
Quizá a las chicharras escondidas entre los cardos,
la bicicleta tirada al margen de la senda,
quizá al erizo moribundo que un día encontramos,
al galgo que miraba con ojos de ciervo herido
nuestro regreso cargado de romero y espigas.
No sabía la forma en que celebrarías nuestro encuentro,
ni el color de tu llanto, copo de nieve en la espalda.
Desconocía tu manera de saltar las olas,
tu empeño en hacer la cama en los hoteles,
tu tarareo en la cocina,
las alas de tu pegaso sin doma ni dueño.
Pero ya sabía de ti.
El verano era inmenso,
una colcha bordada por mis abuelos,
un barco anclado en la viña seca,
el mar -hic sunt dracones-
era un anuncio de revista,
una leyenda a la que no llegaban los caminos
que se perdían entre las eras.
Aún así sabía de ti.
Te nombraba al precipitarse las lágrimas de San Lorenzo
sobre los encinares cansados y pobres,
sobre los berrocales en los que durmieron maquis
y unicornios cargados de vendimia y cebada.
Decía tu nombre
y amapolas y viboreras temblaban
como yo con mi fiebre
-tú buscando el termómetro,
yo el recuerdo de ese verano en que te supe-.
Temblaba entonces la retama
y quedaban restos del futuro en mi memoria,
tu nombre quizá,
un viaje a París,
jazmines en el jarrón,
recuerdos entre mis manos de algarrobo
como lana en alambre de espino.
Te recuerdo cuando aún no te conocía,
como ahora recuerdo tu vientre dormido
y le curas el hipo a nuestro sueño,
ahora, de madrugada, mientras escribo
y salgo afuera al verano de mis 15 años.
(*)