Me recupero de las fiebres, del invierno más largo que viví y el otoño desviste los plátanos de mi calle. Así que el suelo se vuelve una alfombra amarilla por la que paseo mis pies cansados. Vuelvo a Madrid y la mañana de octubre me quema y me miente. No es primavera, aunque los días prometan sol y las aves jueguen a perseguirse sobre los tejados.
No es primavera y los periódicos delatan las atrocidades que originó la guerra que nosotros maldecimos. Wikileaks revela el contenido de archivos clasificados y corrobora lo que Casandra vaticinó: decenas de miles de muertos, torturas, abusos, violencia. Ella, la adivina a la que nadie escuchó, aquella que se puse de pie entre el delirio y la mentira, mi dulce Casandra, la opinión pública lo supo antes que nadie y denunció el horror que hubo de cubrir los cielos de aquellos días terribles.
No es primavera en Madrid, aunque la tos y tu ausencia me queme el pecho. Tengo que dejar de fumar, me digo mientras suenan las voces del coro de niños que grabamos en Palestina. Fredi Marugán graba las guitarras del tema, desinteresadamente, con la generosidad de siempre. La canción va creciendo y todos los niños del mundo cantan en las voces del coro de la Escuela de música Edward Said de Ramallah.
No es primavera y el jazmín, que el año pasado resistió al invierno, se aferra a la reja con fuerza, trepa como un dulce recuerdo por la memoria. Y así, con la terquedad de la planta trepadora, salgo a la calle con la intención de seguir cantando, pues vivimos.
Aunque no sea primavera. El otoño, amarillo, como algún amanecer, tiene sabor a prólogo, a maleta a medio hacer, a estación de tren, a desayuno recién servido. La fiebre se marcha, apago el último cigarro y salgo a la calle, esperando encontrarte.