Acaricio las cumbres nevadas. Dejamos Chile. Nos retuvo un día más el mal tiempo en Puerto Montt. Y al sur del sur, en Punta Arenas cantamos y las gaviotas quedaron congeladas en mitad del cielo azul, sobre el estrecho de Magallanes, con su agua oscura y calma.
Pero antes, en Santiago, la Alameda se desbordaba con el caudal implacable de la cólera popular. No a Hidroaysén, gritaba la gente, exigiendo a la clase política una mirada a largo plazo que parece haber perdido. El brutal impacto medioambiental que tendrá en La Patagonia el proyecto energético que quiere llevar a cabo el gobierno de Piñera hace evidente que se privilegian los intereses empresariales por encima de las necesidades y exigencias de la mayor parte de la gente.
Otro día, los estudiantes en lucha me hablan del endeudamiento de los más jóvenes ante los créditos que exige la matrícula universitaria, de cómo se abandona la universidad pública, de cómo la educación superior se convierte en un privilegio y en el negocio de unos pocos. Y me dicen que saldrán a la calle, para mostrar que, pues viven, anuncian algo nuevo. Pienso entonces en las cartas que llegan desde Madrid. La Puerta del Sol bulle efervescente, las plazas son ágoras vivas donde el debate es intenso y plural. Lamento no estar allí, aunque en cierto modo lo estoy cada vez que canto. Hablo orgulloso de mi ciudad, de todos aquellos que, indignados, se miran unos a otros en las plazas de España descubriendo que les nacen alas, que es la hora de habitar los sueños.
Y queda, mientras cruzo la cordillera, el recuerdo cálido de una mañana de domingo en Quilicura, comuna santiagueña que me recibió hospitalaria y generosa. Paseamos por los jardines de infancia bautizados con el nombre de profesores asesinados por los carabineros durante la dictadura de Pinochet. Y charlo con el hijo de Manuel Guerrero Ceballos, (profesor y dirigente de la Asociación gremial de educadores), con la viuda de José Manuel Parada (sociólogo y exfuncionario de la Vicaría de la Solidaridad), luchadores por la libertad, cuyos cuerpos degollados aparecieron una mañana de 1985 en un descampado de Quilicura. Hablamos también con las educadoras (“las tías” las llaman cariñosamente) que nos muestran orgullosas el trabajo de sus pequeños. Este es nuestro patrimonio, nos dicen mientras la luz del sol parece temblar entre las figuras móviles colgadas del techo. Este es nuestro patrimonio: nuestra gente, nuestra memoria.
Y cantamos en la plaza luminosa de la comuna con integrantes de la Escuela de Música de Quilicura e inevitablemente recuerdo el barrio en el que me crie, pienso en los poderosos vínculos que unían a sus habitantes y que construían la familia vecinal, núcleo de resistencia ante una ciudad que se empeñaba en ser hostil, en las puertas abiertas, como estas por las que me invitaron a pasar para brindar por los ausentes y por el futuro compartido.
Acaricio las cumbres azules y llego a Buenos Aires. Fuimos felices. Y seguimos nuestro viaje, heridos de vida.