Por bulerías. Así. Como un reto. Me enfrentaba a la idea acariciada durante tanto tiempo de ponerle música a este nuevo poema de mi padre. Fiel a esa vieja costumbre de hacer una canción con los versos de Rodolfo Serrano había elegido “Testamento” de su libro “Al oeste hay apaches”. Ya lo había avisado en la presentación del poemario.
El poema era largo. Ya sólo el subtítulo merecía el intento: Papel encontrado en la cocina cuando él se marchaba al trabajo. Pero más aún esa búsqueda de la poesía en lo cotidiano que empapaba todo el texto y que uno trata de encontrar en los “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” que diría Mairena.
Y, como digo, por bulerías. No era fácil. El ritmo intrincado de las bulerías se antojaba escurridizo a la hora de enmarcar con melodía y armonía los heptasílabos del poeta. Pero salió.
Como decía, el poema era largo. Así que saqué algunos versos. Pero quedó bien. Eso creo.
Una bulería a mi manera. Quizá más bulería por soleá. Con versos de más. Con sílabas de más. O no. Quizá nada de esto. O todo a la vez.
En el disco anterior me aproximé a los palos del flamenco con “Si se callase el ruido”. Por tangos. Una canción sencilla, que pretendía ser remanso de paz, llamada a la cordura, ante un panorama político crispado por malos perdedores y profetas de la catástrofe a los que parece que tenemos que acostumbrarnos según nos cuenta la historia de nuestro país.
Ahora toca hacer un testamento en el que declarar el amor a las pequeñas cosas, esas que recordaremos como tesoros luminosos cuando el mundo se hunda y nos desarme. ¿Acaso la esencia de lo imprescindible no habita en la palabra o el vasito de vino? ¿En el poema que releemos para recordar que la vida es hermosa siempre que viva ella (no hay declaración de amor más rotunda, sincera y desoladora que la que Margarit hace a su hija Joana en sus poemas)? ¿En aquellos labios, en esa tos que suena a nuestro lado por la noche y nos desvela, en la palabra que huele a pan y a carne? ¿No son estás cosas las que deben recordarnos vivir? Y una ventana, como no, abierta a la esperanza. Aquella por la que se vislumbra ese lugar de esperanza, ese dulce refugio en el que, otros, han de convertir el mundo. De nuevo el futuro apareciendo en una canción: Vendrá la vida a vernos/ en el mes del olvido/ cuando tiene la tarde/ el color del domingo/ y sabe la nostalgia/ a cuaderno y colegio.
Es un pequeño homenaje a los testamentos escritos en cualquier papel y que dejamos abandonados en la cocina. O en un cajón del escritorio. O como aquel olvidado en el fondo del bolsillo de un abrigo (aquellos días azules, aquel sol de la infancia). Declaraciones de amor definitivas que improvisamos mientras la radio vomita su ristra de desencuentros y desayunamos versos sumergidos en un café apresurado, mientras en la calle los camiones descargan en doble fila y los estudiantes llegan tarde al colegio mientras sueñan una huida o una nevada que colapse la ciudad.
O como aquellos otros que se escriben en la servilleta de un bar, cuando ya está cayendo el día y esperamos a esa cita que se retrasa, con la urgencia del que cose recuerdos a los bolsillos para no olvidarlos, con la dicha del encuentro inminente con la vida que entrará a trompicones por la puerta, sofocada por las prisas, disculpándose por el retraso, porque el tráfico está imposible o, tal vez, no recordaba bien la ubicación del bar. Pero uno casi no escucha, no te preocupes, cegado por la sonrisa de ella, lo malo de llegar tarde es que tendrás que marcharte tarde, y ella baja la mirada y tú pides dos cañas. Y piensas que es verdad que no importó esperar, porque tienes la sensación que siempre la estuviste esperando y sólo queda celebrar que por fin ha llegado.
* * *
Transcribo el poema íntegro de Rodolfo Serrano:
TESTAMENTO.
(Papel encontrado en la cocina cuando él se marchaba al trabajo)
Te dejo, yo qué sé,
el fracaso más tierno,
la idea de no verte,
ese pequeño espejo
donde te amé durante
más de cuarenta años.
Y la cuartilla llena
de un poema de Bécquer,
volverán las oscuras...
la calle donde llueve
cada día y minuto,
cada mes, cada año.
Te dejo la palabra,
el vasito de vino,
esos pasos cansados,
el saberte conmigo,
el morir y vivir
encogido en tus besos.
Vendrá la vida a vernos,
en el mes del olvido
cuando tiene la tarde
el color del domingo
y sabe la nostalgia
a cuaderno y colegio.
Hoy tomé en la cocina
ese café tranquilo
con galletas y sueños
y pensé en espejismos
y leí un poema
de Margarit, ¿recuerdas?.
El que habla de Joana
y del coche que pita
en una calle triste
aquél que me decía
que la vida es hermosa
siempre que viva ella.
Así que aquí te dejo,
cuando voy al trabajo,
la promesa solemne
de volver a tu lado
aunque esta noche el mundo
se hunda y me desarme.
Para que tú lo sepas
te dejo como herencia
lo que yo siempre quise :
el dolor, la tristeza
de otros -dios los bendiga-
que nos hicieron grandes.
En ellos me refugio
con ellos soy monarca
dueño del paraíso,
señor de cuerpo y alma
y dios omnipotente
de las calles y los bares.
Y dueño de tus labios,
dueño de tus reproches
y de tus regañinas,
de tu tos por la noche
y de esa palabra
que huele a pan y a tarde.
Te dejo todo eso
sin que nadie lo sepa.
Para que un día si quieres
venga la voz certera
de Neruda a decirnos
esos veinte poemas
Y sepamos que otros
han convertido el mundo
en lugar de esperanza,
en el dulce refugio
donde salvar la vida
efímera y pequeña.