martes, 29 de diciembre de 2009

Papel encontrado en la cocina. Por bulerías.

Por bulerías. Así. Como un reto. Me enfrentaba a la idea acariciada durante tanto tiempo de ponerle música a este nuevo poema de mi padre. Fiel a esa vieja costumbre de hacer una canción con los versos de Rodolfo Serrano había elegido “Testamento” de su libro “Al oeste hay apaches”. Ya lo había avisado en la presentación del poemario.

El poema era largo. Ya sólo el subtítulo merecía el intento: Papel encontrado en la cocina cuando él se marchaba al trabajo. Pero más aún esa búsqueda de la poesía en lo cotidiano que empapaba todo el texto y que uno trata de encontrar en los “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” que diría Mairena.

Y, como digo, por bulerías. No era fácil. El ritmo intrincado de las bulerías se antojaba escurridizo a la hora de enmarcar con melodía y armonía los heptasílabos del poeta. Pero salió.

Como decía, el poema era largo. Así que saqué algunos versos. Pero quedó bien. Eso creo.

Una bulería a mi manera. Quizá más bulería por soleá. Con versos de más. Con sílabas de más. O no. Quizá nada de esto. O todo a la vez.

En el disco anterior me aproximé a los palos del flamenco con “Si se callase el ruido”. Por tangos. Una canción sencilla, que pretendía ser remanso de paz, llamada a la cordura, ante un panorama político crispado por malos perdedores y profetas de la catástrofe a los que parece que tenemos que acostumbrarnos según nos cuenta la historia de nuestro país.

Ahora toca hacer un testamento en el que declarar el amor a las pequeñas cosas, esas que recordaremos como tesoros luminosos cuando el mundo se hunda y nos desarme. ¿Acaso la esencia de lo imprescindible no habita en la palabra o el vasito de vino? ¿En el poema que releemos para recordar que la vida es hermosa siempre que viva ella (no hay declaración de amor más rotunda, sincera y desoladora que la que Margarit hace a su hija Joana en sus poemas)? ¿En aquellos labios, en esa tos que suena a nuestro lado por la noche y nos desvela, en la palabra que huele a pan y a carne? ¿No son estás cosas las que deben recordarnos vivir? Y una ventana, como no, abierta a la esperanza. Aquella por la que se vislumbra ese lugar de esperanza, ese dulce refugio en el que, otros, han de convertir el mundo. De nuevo el futuro apareciendo en una canción: Vendrá la vida a vernos/ en el mes del olvido/ cuando tiene la tarde/ el color del domingo/ y sabe la nostalgia/ a cuaderno y colegio.

Es un pequeño homenaje a los testamentos escritos en cualquier papel y que dejamos abandonados en la cocina. O en un cajón del escritorio. O como aquel olvidado en el fondo del bolsillo de un abrigo (aquellos días azules, aquel sol de la infancia). Declaraciones de amor definitivas que improvisamos mientras la radio vomita su ristra de desencuentros y desayunamos versos sumergidos en un café apresurado, mientras en la calle los camiones descargan en doble fila y los estudiantes llegan tarde al colegio mientras sueñan una huida o una nevada que colapse la ciudad.

O como aquellos otros que se escriben en la servilleta de un bar, cuando ya está cayendo el día y esperamos a esa cita que se retrasa, con la urgencia del que cose recuerdos a los bolsillos para no olvidarlos, con la dicha del encuentro inminente con la vida que entrará a trompicones por la puerta, sofocada por las prisas, disculpándose por el retraso, porque el tráfico está imposible o, tal vez, no recordaba bien la ubicación del bar. Pero uno casi no escucha, no te preocupes, cegado por la sonrisa de ella, lo malo de llegar tarde es que tendrás que marcharte tarde, y ella baja la mirada y tú pides dos cañas. Y piensas que es verdad que no importó esperar, porque tienes la sensación que siempre la estuviste esperando y sólo queda celebrar que por fin ha llegado.


* * *

Transcribo el poema íntegro de Rodolfo Serrano:

TESTAMENTO.

(Papel encontrado en la cocina cuando él se marchaba al trabajo)

Te dejo, yo qué sé,

el fracaso más tierno,

la idea de no verte,

ese pequeño espejo

donde te amé durante

más de cuarenta años.

Y la cuartilla llena

de un poema de Bécquer,

volverán las oscuras...

la calle donde llueve

cada día y minuto,

cada mes, cada año.

Te dejo la palabra,

el vasito de vino,

esos pasos cansados,

el saberte conmigo,

el morir y vivir

encogido en tus besos.

Vendrá la vida a vernos,

en el mes del olvido

cuando tiene la tarde

el color del domingo

y sabe la nostalgia

a cuaderno y colegio.

Hoy tomé en la cocina

ese café tranquilo

con galletas y sueños

y pensé en espejismos

y leí un poema

de Margarit, ¿recuerdas?.

El que habla de Joana

y del coche que pita

en una calle triste

aquél que me decía

que la vida es hermosa

siempre que viva ella.

Así que aquí te dejo,

cuando voy al trabajo,

la promesa solemne

de volver a tu lado

aunque esta noche el mundo

se hunda y me desarme.

Para que tú lo sepas

te dejo como herencia

lo que yo siempre quise :

el dolor, la tristeza

de otros -dios los bendiga-

que nos hicieron grandes.

En ellos me refugio

con ellos soy monarca

dueño del paraíso,

señor de cuerpo y alma

y dios omnipotente

de las calles y los bares.

Y dueño de tus labios,

dueño de tus reproches

y de tus regañinas,

de tu tos por la noche

y de esa palabra

que huele a pan y a tarde.

Te dejo todo eso

sin que nadie lo sepa.

Para que un día si quieres

venga la voz certera

de Neruda a decirnos

esos veinte poemas

Y sepamos que otros

han convertido el mundo

en lugar de esperanza,

en el dulce refugio

donde salvar la vida

efímera y pequeña.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Adelantos del nuevo disco: Te vas

Como anuncié anteriormente, adelantemos algo del contenido del próximo disco.

Al final de la gira de “Sueños de un hombre despierto” empecé a cantar un tema inédito: Te vas. Una canción de despedida cargada de promesas que intentan no ser vanas, porque a pesar de la carga de derrota que contienen los adioses, la experiencia te obliga a no resignarte al fatalismo que parece imponerse en cada uno de ellos y que en anteriores canciones admitimos como inevitable (Ana, es tan corta la vida…).

Lo confieso. Se trata de hacerse el fuerte antes de que se dé el portazo. Adoptar la pose de tipo duro, sin quebrar el gesto, mientras prometemos que vamos a estar bien, que finalmente de lo que fue quedó una enseñanza que nos hará mejores, si uno es capaz de sonreír más a menudo y acostarse a una hora prudente para aprovechar los amaneceres, tan saludables para el ánimo cuando van acompañados de ese sol radiante, que se nos antoja más huidizo de lo que anuncia la canción.

Es probable que la pose se desarme una vez se cierre la puerta y ella emprenda el viaje a la ciudad definitiva, pero no dejaremos que lo descubra, pues la derrota no ha de ser desoladora y nuestra alma no ha de parecer tierra quemada tras su paso.

Sí. Tienes razón. En parte por orgullo. Pero también porque quedó el recuerdo de los días que fueron lluvia sobre la playa o al menos remanso tras la tormenta que traen estos días inciertos, aunque esto jamás debamos declararlo en presencia de la persona despedida o en ausencia de un abogado.

Tratemos de fijar la mirada en un Bogart que confiesa a Ingrid Bergman que siempre les quedará París, aun cuando París sea ruinas humeantes y lo que antaño creímos confundir con cañonazos no sean los latidos de un corazón galopante, sino cañonazos al fin y al cabo, o quizá sí el corazón, pero más bien aquel órgano de naturaleza muscular, común a todos los vertebrados y a muchos invertebrados, que actúa como impulsor de la sangre y que en el hombre está situado en la cavidad torácica, y que el tabaco, la falta de sueño, la mala vida (o la no tan mala) junto con algunas despedidas como la descrita, hacen sonar como la máquina del vapor malherido que abandonó Lord Jim mientras se hundía en un arrebato de cobardía que jamás se perdonará.

Aunque quizá sí fueran los latidos de un corazón galopante, o yo qué sé, el palpitar de las venas que, imprudente, ahora arroja gasolina para apagar el incendio que provoca la ruptura. O no. O uno está hecho un lío y finalmente improvisa para no dejarse llevar por el torbellino de su mirada, tratando de mantener la nave al pairo ante el embate de las olas. Quizá sea eso. Que en definitiva uno está hecho mierda y no sabe qué decir.

Pero lo dicho, copiemos el rictus de Bogart, y despidamos a la muchacha, envueltos en nuestra gabardina de tipo curtido en despedidas color gris olvido. Miremos sus ojos, evitando ahogarse en el azul de ese océano que ahora navegarán tipos con mejor carácter, hagamos caso omiso a las sirenas que nadan en él y pronunciemos las promesas pertinentes. Aunque cuando ella suba al avión nuestro pecho quede árido, agujereado y silencioso como los mares de la luna y no nos espere el inspector Renault con el compromiso de una hermosa amistad. Retiremos el mechón de su cabello que le tapa la cara, por última vez, y digamos algo así como: Anda, sube a ese avión, devora la manzana y márchate. Todo va a ir bien. Ella quizá también sonría, y quizá comprobemos que cuando el asesino asesta el golpe final con una sonrisa, a veces duele más la sonrisa que la herida infringida por el arma homicida.

Pero puede ser de otra forma. Mejor aún. Dejemos de mantener la pose y hagamos nuestro el discurso. Qué diablos. Sonreiremos más a menudo, ahorrémonos los suspiros, pensemos que la herida abierta será cicatriz que algún día contemplaremos, no exentos de nostalgia, con un gesto divertido, con algo de complacencia. Aunque estos no sean los días más felices vendrán mejores. Al fin y al cabo acordarse de vivir a veces conlleva hacer repaso de las derrotas con la esperanza del que sabe que la batalla decisiva aún está por venir, esa que no traerá despedidas sino encuentros llenos de abrazos como los que florecen en las salas de llegada de los aeropuertos.

Te vas

a la ciudad definitiva sin mí,

perdonarás que no te vaya a despedir.

La noche corta como un cristal roto y tú

estarás tan triste como hermosa.

Tu luz,

quemó mis naves cargadas de incertidumbre

y el corazón que sobre tu mesa yo puse

para cenar la noche en que nos dispusimos

a saltar de la mano al precipicio.

Y yo procuraré sonreír más a menudo

y acostarme a una hora prudente

tú me enseñaste que afuera, siempre,

me está esperando una nueva mañana

como aquella nuestra,

radiante y soleada.

Te vas

a la ciudad definitiva y en Madrid

quedamos huérfanos y enfermos. Te vas a reír,

pero pregunto cada noche a los fantasmas

que habitan mis bares

cuando vuelves a casa.

Los días caen lentos como el polen de un árbol,

cubriendo todo mi jardín de desencanto.

Un sucedáneo de la vida será al fin

el tiempo que he de recorrer sin ti.

Y tú procurarás cumplir con lo que has prometido,

ser fuerte y devorar la manzana.

Has de pensar cada nueva mañana

que un tipo a menudo piensa en ti y sonríe

aunque quizá no sean sus días más felices.

Y yo procuraré no suspirar tan a menudo

y acostarme a una hora prudente.

Yo sé que afuera, inevitablemente,

me está esperando una nueva mañana.

Lo prometiste, radiante y soleada.

Y yo procuraré mantener la luz encendida

por si se te ocurre volver de repente.

Alumbrará este recuerdo incandescente

el camino de vuelta, aquel que trazaron antes

viejos fugitivos y nuevos amantes.

martes, 15 de diciembre de 2009

Instantáneas

Los días van pasando y las canciones van vistiéndose. Desperezándose con urgencia y ansiedad como el que madruga para emprender un largo viaje. (Me recuerdo de pequeño. Levantándome con la llamada cariñosa de mis padres antes de que saliera el sol, cuando los coches aún no contaban con la caricia de los aires acondicionados y se aprovechaban las primeras horas del día, más frescas, para tomar la carretera y comenzar la odisea vacacional. Nervioso, perezoso y feliz. Así se visten las canciones, quiero imaginar.)

Ya hemos grabado las bases, las baterías, los bajos, de casi todas las canciones. El cimiento sobre el que se construirán las armonías, las melodías que empapelaremos de versos, esos que me recordaron vivir.

Grabar un disco conlleva un cúmulo de sentimientos. La responsabilidad de plasmar en forma de canción lo vivido y lo hallado. La tensión creativa que electrifica el aire del estudio. La alegría de emprender una nueva aventura. El agradecimiento por el privilegio de poder vivir con el maravilloso oficio de escribir canciones, retales del alma. Y por qué no decirlo, a pesar de que cuando uno compone y graba sólo responde a los dictados más íntimos de la conciencia, del corazón, es inevitable sentir la preocupación que conlleva la incertidumbre de no saber si los viejos amigos compartirán las inquietudes que uno vierte en cada tema, el no saber, en definitiva, si uno va a estar a la altura de las expectativas, si las hubiera, de la gente que me acompañó en anteriores trabajos. Y no es por vanidad. Creo que es ese miedo patológico a la soledad que siempre me ha acompañado y con el que el valor terapéutico de la música me ayuda a convivir.

Creo en el disco como ejercicio conceptual que resume un estado del alma, que engloba el sentimiento que uno acumuló en los días en que surgieron las canciones. El ánimo suspendido en el aire, como una fotografía en movimiento, esa que congela el aleteo de un colibrí, el salto de un atleta, la gota del presente vertiéndose en el charco que es la vida. Como esa instantánea que congela la imagen del cajón del escritorio abierto, con sus cosas, sus bolígrafos, los que nunca escriben cuando necesitas apuntar el recado urgente, con la postal de aquel viaje, el cuaderno que aún no estrenaste, o ese otro con el boceto que fueron tus días inconclusos, ya amarillos. Como la fotografía de la mesa sin levantar después de la cena y la charla, los ceniceros llenos, las copas ya vacías, el cerco que deja la botella de vino en el mantel, como el rastro de un beso adherido a la memoria con imperdibles azules. Como esa otra de la cama deshecha, o de la calle con el suelo lleno de octavillas tras la manifestación. Quizá también la risa o el llanto detenido en un gesto aparentemente incómodo en la foto, pero cadencia musical en el contexto de lo vivido.

Y así voy vistiendo las canciones. En los próximos días iré dando detalles de algunas de ellas. Iremos desgranando los misterios, si los hubiere, de las piezas que conforman esta llamada al recuerdo del ayer que viviremos, del mañana que fuimos, este disco que titulé “Acuérdate de vivir”. Trataré de dar cuenta de las búsquedas en el sonido y en la lírica que me condujeron a las melodías y versos que componen este disco cargado de memoria y de futuro. Manos a la obra.

martes, 8 de diciembre de 2009

Cono de luz


El futuro es espacio, espacio color de tierra, color de nube, color de agua, de aire, espacio negro para muchos sueños, espacio blanco para toda la nieve, para toda la música”, cantaba Pablo Neruda.

Al revisar las canciones del que será mi próximo disco me escuché cantándole al futuro reiteradamente. Futuro, espacio blanco para la música, que yo llené de mis sueños. Futuro escondido tras un espejismo, futuro alumbrado por el recuerdo incandescente, camino recorrido por nuevos fugitivos, viejos amantes. Futuro en el que ha de cambiar la suerte de aquel que sueña con ser jardinero en Marte, músico de flores, delineante de columpios rojos o cantor de nanas. Ese futuro como tierra generosa abrazando la raíz, ese que vendrá a vernos cualquiera de estos días, en el que tendrás en tus manos lo que nunca tuvimos. Un futuro en el que ofreceremos algo más que maldiciones, quizás flores para tu pelo, o el olor a tierra mojada que viaja en la voz que revuelve la ropa tendida. Futuro que traerá algo más que un breve mensaje en el contestador, algo más que cenizas en la almohada o escombro de plumas tras un largo vuelo.

Por eso busqué en los relojes el título de mi disco, y entre aquellos en los que la sombra enseña (Docet umbra) la fugacidad del tiempo (Tempus fugit), entre aquellos que insisten en la brevedad de las horas que nos quedan (Breves sunt dies hominis) encontré un consejo sabio y urgente: memento vivere.

En el cono de luz que marca el horizonte de los futuros sucesos situé mis canciones. Y en ese empeño traté de hacer balance, construí ese tiempo venidero con retazos de todo lo que fui, empeñado por reivindicar la memoria, la colectiva, la personal, como el andamio sobre el que construir el mañana. Y ese ejercicio me recordó que ser feliz es una obligación, que a menudo desatendemos, que en lo pequeño a veces está lo importante, que lo cotidiano encierra a menudo un misterio que no somos capaces de atender con la calma que merece.

Ahora, mientras grabamos, veo como crecen las canciones, con la impaciencia y los nervios de un padre primerizo. Me arden en las manos y casi grito, deseoso de arrojarlas al agua de tus sentidos. Me sorprendo paseando por un Madrid plagado de bombillas tarareando de forma obsesiva alguna de las canciones, y paso de largo el lugar acordado para la cita despistado, absorto en mis pensamientos, repasando el plan de grabación, con un arreglo, un verso clavado en mi sien, intentando imprimirles color de tierra, color de nube, color de agua, de aire....Y en esas ando, mientras Javier Bergia, hermano en mil batallas, graba algunas percusiones. Feliz, preocupado, ansioso, febril y lleno de vida. Al fin y al cabo, estas canciones me recordaron que estuve vivo, y sobre todo, lo que aún queda por vivir.

Trataré de manteros informados.

Ismael Serrano

PS: No puedo evitar recordar la dolorosa figura de Aminatu Haidar y la urgente atención que necesita, y mencionar nuestra responsabilidad como españoles con el pueblo saharaui, la incapacidad de los políticos para hacer que se cumplan derechos fundamentales, su ineptitud a la hora de buscar soluciones que la permitan reunirse con su familia, a la hora de dar respuestas a la gente del Sahara.

martes, 1 de diciembre de 2009

Cuaderno de bitácora


De madrugada, nuestro barco soltó amarras y contemplamos como se alejaba el puerto de Peumayén. No vimos a nadie agitar sus pañuelos blancos. Aún continuaba la fiesta de despedida y nos llegaba hasta cubierta el eco lejano de la verbena. Mejor así.

Sólo un muchacho, corrió durante unos instantes, siguiendo el curso de nuestra embarcación mientras marchaba paralela a la ensenada, lanzando adioses, gritos que ninguno supo entender, porque eran sólo pavesas cuando llegaron hasta nuestros oídos.

Durante un largo rato quedamos así, inmóviles, asomados a la barandilla de la cubierta principal, mirando como el horizonte nocturno devoraba la silueta plagada de luciérnagas de nuestra querida aldea. Alguien rompió el silencio con una risa entrecortada. Un recuerdo le atravesaba los párpados. Un buen recuerdo. Y reía para adentro, o no tan para adentro, mientras todos lo mirábamos. Explicó el por qué de su risa y ahí empezó el anecdotario. Hicimos repaso de lo aprendido, mostramos viejas cicatrices, cartas aún no escritas, declaraciones de amor pendientes, todo lo vivido, todo lo hallado, con la prisa del que cuenta para no olvidar, mientras nuestro barco navegaba mar adentro.

Fueron días tranquilos. Viajaba con nosotros un pequeño grumete, que como rabo de lagartija, se movía incansable de un lado para otro. Trepando por las jarcias cantaba a voz en grito. A menudo tarareaba una chacarera:

Soy el olvidao,
el mismo que un día
se puso de pie,
tragando tierra y saliva.
Camino hacia el sol,
para curar las heridas.”

Más de una tarde, Venus nos saludó mientras la viola iba de mano en mano, arrancándole astillas al olvido. El muchacho entornaba los ojos mientras cantaba

Soy el que quedó
en medio e'los ranchos,
guacho del fiao
a un mate y guiso inventado.
Hambre y rebelión
fueron creciendo en mis manos.”

Quedaba lejos la tierra gaucha en medio del océano. Peces voladores saltaban a nuestro alrededor ensartando retazos de arcoiris desprendidos de la voz del pequeño.

La noche se aborrascó y nos preparamos para la tormenta. El cielo derramó su ira y el barco danzó una danza terrible. Si a la parte del casco cubierta por las aguas se la llama obra muerta, en aquel momento todos lo eramos. O eso parecía. Se hizo el silencio. O no tanto, porque el crujido de la madera y el rugido de la tormenta atravesaba las paredes de nuestros camarotes, en los que casi todo el mundo se encerró, después de asegurar con trincas nuestros efectos de abordo y los ánimos.

Entre el embate de las olas, entre truenos y centellas, una voz se coló por debajo de todas las puertas. Era una queja en la voz de una mujer, suerte de soleá por bulerías o al revés:

Cuando la luna se pone sus zarcillos de coral

las olas del mar bravío

rompen a llorar.”

La voz, llena de sur y cante jondo, fue calmando el ánimo de la tripulación y pareciera que también el de las aguas que nos zarandeaban, porque poco a poco la tormenta amainó. Antes de salir todos a cubierta para buscar a la mujer que cantaba, pudimos escuchar los últimos versos:

“Tengo una puerta en mi alma

que no necesita llave

yo la tengo siempre abierta

y no me la cierra nadie”

Nadie supo de la intérprete aunque todos juraron oírla. Sólo el joven grumete se aventuró a hablar de sirenas gitanas que acompañaban a los marineros en momentos difíciles. La nave siguió su curso y nadie volvió a comentar lo ocurrido.

Trabajaba en el barco, un viejo marinero norteaméricano, algo cimarrón según decían sus compañeros. A menudo lo veíamos salir de la sala de calderas fumando un cigarro negro y cantando canciones revolucionarias.

En una de las guitarreadas vespertinas se atrevió a agarrar el instrumento.

This land is your land, this land is my land

From California, to the New York Island

From the redwood forest, to the gulf stream waters

This land was made for you and me

Entonaba la canción del sabio Woody Guthrie con la melancolía de aquellos que no vienen de ninguna parte y añoran su hogar.

Alguno derramó una lágrima recordando esa tierra que siempre fue nuestra y que nunca conocimos. Aquello que somos:

“here was a big high wall there that tried to stop me.

Sign was painted, said private property.

But on the back side it didn't say nothin'.

This land was made for you and me.”

Y aquello que ha de ser, sin muros que impidan nuestro paso, como el mar que cruzábamos al atardecer, ancho como un abrazo, como el recuerdo envuelto en el pañuelo de la infancia.

Por fin llegábamos a nuestro destino. Después de varias semanas de travesía tocaba despedirse de los compañeros de viaje. Así que esa noche hubo fiesta. El capitán sacó su mejor ron, aquel que tenía guardado en el cuarto de derrota (más apropiado imposible). Y en mitad de la noche un hombre declamó en voz alta unos versos de Nicolás Guillén, desde el castillo de proa, que cabeceaba con monotonía animal. Quizá fue en ese momento en el que un tres improvisó una melodía, sonaron unas tumbadoras y alguien, contagiado por el sabor a caribe de los tragos, se arrancó por Rubén Blades:

“Siempre aparece el sol, tras los aguaceros. 
Siempre, tras la tormenta llega la calma. 
Después de los tiempos malos, llegan los buenos 
y premian a los que no rindieron sus almas.”

Así hasta que los primeros rayos del sol arañaron las tranquilas aguas del mar, arrastrándose hasta encaramarse al bauprés, para escalar después cada mástil. Allá donde viajaba nuestro canto. Navegábamos hacia el amanecer. Aún sonaba la música cuando divisamos tierra.

Recuerdo nuestro viaje de regreso mientras grabamos los bajos para el nuevo disco. En ellos hay un poso de aquella odisea. En su madera nuestras canciones hacen temblar el alma inquebrantable de sus instrumentos. En la gravedad del contrabajo, navegan los peces voladores que encontramos a nuestro paso. En sus clavijeros se posan albatros, como aquellos que recibieron nuestra llegada con el estruendo de sus risas, dejando escombros de plumas en aquellas despedidas.